
Desde la ventana de mi pieza en la calle Cochrane, siempre se vio todo distinto: la gente más pequeña, sucia, apretujada y débil. Sentía que sus vidas se simplificaban, bastaba con caminar unos pasos, cruzar de aquí para allá, hablar con prestancia para que los trámites se resolvieran en un santiamén. Pero lo mejor de todo es que podías ver cómo aquél rebaño humano depositaba su tranquilidad en el dinero, creyéndose poderoso. Ninguno de ésos sabía de pesares o sufrimientos. Por lo mismo dudo que se parecieran en algo a mí. Ni siquiera podrían imaginar entre tantas joyas los sufrimientos que padecí para llegar hasta acá, el puerto que “va al paraíso”. Con su desfachatez me insultaban, su indolencia me asqueaba y su puerilidad era una burla para mí. Los observaba. Rigurosamente.
Una vez en la calle las cosas eran distintas: me hacía pasar por uno de ellos, buscaba contar con la simpatía de todos, fingiendo para imponerme en la hipocresía. Me ganaba la confianza de quienes me rodeaban, con elegancia y modales refinados. Eran míos, uno a uno. Y yo sonreía. Sigilosamente.
Esta noche, todo es distinto: estoy corriendo y me persiguen como si fuera un delincuente. ¡Quién lo diría! Ellos juegan a ignorarme y yo a mendigarles sus rastrojos brillantes que ostentan a cada momento. ¿Acaso soy yo el que debería estar escapando por culpa de la arrogancia? Si no fuera por ese fichu cochon de Davies y sus gritos, no estaría en este embrollo mortal. Tendría el dinero, nada de esto estaría sucediendo. Todo continuaría siendo distinto y aún seguirían refiriéndose a mí como el admirado monsieur Emile Dubois.

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